lunes, 24 de septiembre de 2012

EL MUNDO AL QUE EMPUJA EL SILENCIO





Antes de señalar con tu dedo acusador y sentenciar a alguien a llevar una etiqueta que le marcará su vida, deberías saber que hay dificultades invisibles que sólo entienden quienes viven, y quienes conviven con ellas. No juzgues si nunca te has puesto sus zapatos y has caminado por el mismo camino con las mismas desventajas.





Habían pasado seis meses desde que Ana y su marido escucharan por primera vez aquella frase que les apuñaló la vida, les dio noches de insomnio y amaneceres con los ojos hinchados de tanto llorar. “Su hijo tiene Trastorno Específico del Lenguaje”, eso era lo que retumbaba en su cabeza una y otra vez,  y la rabia del porqué a su pequeño Luis le había tocado vivir con un trastorno tan desconocido, que casi nadie les sabía explicar de qué se trataba.

Lo único que estaba muy claro era que el pequeño con tres años no había pronunciado aún su primera palabra, y llenos de angustia consultaron tantas veces su preocupación, pero como respuesta siempre escuchaban,  “no te preocupes, ya hablará” y su pregunta era ¿Cuándo? Sí, ¿cuándo sería aquel maravilloso día en el que al salir del colegio les cuente con entusiasmo las canciones y cuentos infantiles que tenían finales felices, y que le habían enseñado?, ¿Cuándo lo verían jugar con todos los niños en el parque y no verlo sentado solo, jugando a su lado? Sin embargo, lo que les da consuelo es que Luis siempre está sonriendo, es un niño cariñoso que les llena de abrazos y besos.  A pesar de todo, era feliz y valiente.

Desde aquel día dedicaron horas a investigar en internet, buscando alguna manera de ayudar a su hijo, algún especialista, alguna cura, algún milagro. Se turnaban para buscar hasta en el último rincón cibernético todo lo que pudiera darles respuestas. Sobre su escritorio había miles folios, y la memoria de su ordenador casi llena con lo que prácticamente, podrían completar una enciclopedia que hablara únicamente sobre el trastorno que padecía Luis. Ponencias, investigaciones, tratamientos, especialistas, nada podía escapar de ellos. Eso y la información que intercambiaban con otros padres que se encontraban igual. Personas maravillosas de todo el mundo, que formaban una comunidad para darse fuerza entre ellos mismos, porque nadie mejor sabía lo que era vivir con una dificultad como esa y todo lo que conlleva. Gracias a eso, no se sentían tan solos, era una terapia que les sanaba poquito a poco su agrietado corazón.

Ana, deseaba con desespero saber cómo podría ser el futuro de su hijo, cómo era su mundo y si algún día podría conseguir lo que otros niños conseguirían de adultos. Llevaba tanto tiempo frente a su ordenador que cerró los ojos un momento para poder descansar. Cuando los abrió de nuevo, vio que estaba en un lugar distinto y extraño.  No tuvo miedo, aquello era tan bonito que le dio una sensación de tranquilidad, como la que tiene un niño en los brazos de su madre.

Muy decidida se fue a buscar a alguien para que le dijese donde estaba,  y caminó un largo rato hasta que por fin encontró a un grupo de personas y se acercó a preguntar. Aquella gente la examinaba con un poco de extrañeza, y se miraban unos a otros como si se preguntasen ¿Qué quiso decir?  Finalmente uno de ellos se dirigió a Ana y le habló, pero ella sólo escuchaba un murmullo sin entender nada, así que volvió a preguntar, pero de nuevo la respuesta sonó igual. Se dio cuenta que no comprendía lo que le decían, porque todo lo que hablaba la gente lo escuchaba como un sonido sin sentido.

No todo terminaba ahí, cada vez que alguien le hablaba, caían piezas de puzle cerca de ella y eso comenzó a asustarla. Sintió desespero, preguntaba y preguntaba, pero solo seguía oyendo los susurros, y las piezas de puzle aparecían a su alrededor; hasta que no pudo soportar el agobio y se tiró al suelo en un estallido de llanto, como el de una niña pequeña, sus sollozos tenían la fuerza de un huracán. Había tanta rabia e impotencia dentro de su cuerpo, porque no encontraba la manera de comunicarse con los habitantes de aquel lugar para que le indicaran el camino a casa.

Cuando por fin pudo calmarse, se sentó en un rincón solitario y apacible, y con la mirada perdida, contemplaba un esplendoroso cielo donde brillaba el sol, mientras imaginaba cosas que le hacían sentirse feliz y que le ayudaban a olvidar ese hermoso y abstracto lugar donde se encontraba. La gente pasaba por su lado, algunos con actitud de haberse encontrado a una especie de bicho raro, pero Ana seguía sumida en sus pensamientos sin casi percatarse de lo que sucedía.

Recogió una de las piezas del puzle y la observó con total curiosidad, girándola, pasando sus dedos repetidas veces, mirando aquellos símbolos incomprensibles.   En un momento, llegó a deducir que algo significaba, que podría ser el mapa que la conduciría de vuelta con su familia. Luego pensó que era una idea un poco tonta, pero como no tenía nada que perder y quería salir de allí, reunió los trozos y se dispuso a descifrar los símbolos que había en ellos.

Pasó muchas horas sin conseguir nada, estaba agotada y dejó su misión para después. Parecía empezar a aborrecer ese mundo algunas veces, y cuando lo sentía así, se aislaba construyendo un mundo paralelo rodeado de las cosas que más le gustaban. No lo odiaba, simplemente ansiaba sentirse cómoda y disfrutar del paisaje mientras estuviese allí.

No quiso rendirse, y con los días descubrió que algunas veces podía conseguir que alguien le entendiera, más o menos, a través de señas. Fue así como pudo medio enterarse con el tiempo, que había una mujer que vivía al otro lado del puente y que podría ayudarle.

Emprendió su camino con tal entusiasmo, que sin siquiera darse cuenta comenzó a tararear una canción, y así llegó rápidamente al puente. Frente a ella había un enorme guardián, era quien se encargaba de controlar el paso. Cuando Ana se dispuso a pasar, el guardia, que a pesar de su tosco aspecto, con suavidad la echó para atrás y se puso en medio impidiéndole seguir. Ella lo intentó unas cuantas veces más, pero el guardián volvía a detenerla. Ana, no sabía porque ese gigantesco hombre evitaba que continuase, mientras a su lado, otro grupo de personas cruzaban sin ningún problema. Se hizo a un lado refunfuñando con indignación, mientras se apoyaba sobre una verja y miraba hacia el río. Vio navegar sobre las tranquilas aguas unos barquitos de papel, todos agrupados en diferentes colores iban pasando por debajo del puente. Volvió la mirada hacia la gente que estaba esperando para continuar su trayecto,  y le llamó la atención  ver que también estaban agrupados según el color de la ropa que vestían, e iban transitando en un extraño orden.  Se dio cuenta que ese orden se regía por el color de los barquitos de papel que pasaban bajo el puente, quienes vistieran del mismo color podían seguir. Por fin entendió la rara lógica de la situación y apuró el paso cuando venía el turno del color amarillo; como la blusa que llevaba puesta. El guardia con una amable sonrisa, le hizo una seña indicándole que ya podía empezar su marcha para llegar al otro lado.

Lo consiguió, ya estaba en el bosque donde se suponía que vivía la mujer que podría echarle una mano. Fue en su búsqueda, sin mucho éxito ese día, pero sin perder la esperanza se fue a dormir soñando con encontrarla y que su aspecto era el de una dulce y sabia abuelita.

Al día siguiente, se levantó de su improvisada cama, y junto a un pequeño arroyo vio sentada a una anciana mujer que movía sus manos en señal de estar llamándola. Se acercó sin temor y presintiendo que era quien buscaba. No se había equivocado, era una dulce y sabia abuelita, que tenía una caja de madera frente a sus pies y que con delicadeza tomó los fragmentos del puzle y los metió dentro, excepto uno de ellos, que le enseñaba a Ana mientras repetía alguna palabra que para ella seguía sonando como un murmullo.

Pasaron semanas,  la anciana mujer seguía mostrándole el trozo del rompecabezas con interminable insistencia. Ana muchas veces se sintió frustrada y quiso rendirse, pero aquella abuelita con paciencia y cariño le hacía relajarse y centrarse otra vez. Un día en el que aún no sabe cómo, Ana pudo interpretar aquel símbolo, que claramente se convirtió en una imagen que ella conocía, y por primera vez entendió la palabra que la mujer tantas veces repetía. Amor, amor era lo que le decía desde la primera vez que se sentó junto a ella mientras frente a sus ojos ponía ese fragmento indescifrable.

La abrazó llena de alegría, su corazón se llenó de esperanza y la anciana le tomó de la mano, y por un camino que parecía secreto, la condujo a una pequeña aldea. Había gente, con la mirada un poco perdida igual que la de Ana, pero a su lado estaban personas que desprendían confianza y sosiego, guiándoles para comprender su lenguaje.

Ana se quedó mucho tiempo allí, poco a poco iba descubriendo el significado de todos los pedazos del puzle y éstos se convertían en imágenes conocidas. Una vez llegó más allá y pudo encajar las piezas, descubrió que empezaba a comunicarse con la gente y, ¡que agradable era!

Se hizo amiga de quienes estaban tan perdidos como ella cuando llegó, y también de otras personas que estaban de paso y que contaban bonitas historias sobre su viaje. Algunas veces, Ana perdía las fichas del rompecabezas, y en medio de las conversaciones volvía a escuchar los murmullos mezclados con algunas palabras claras que no le dejaban entender muy bien lo que le decían.  Cuando llegaba a esa circunstancia, buscaba con desesperación el pedacito que le faltaba, tardaba un buen rato en ocasiones y eso la ponía nerviosa. La dulce abuelita que había sido su guía hasta entonces, le enseño que debía tomarse su tiempo y que tenía que hacer entender a los demás que lo mejor era esperar un poco sin agobiarla, que fuesen comprensivos y que no se avergonzase por ello.

Llegó el momento en el que Ana encajó la última pieza del puzle que estaba guardado en la caja de madera, vio que formaba un precioso paisaje, y sobre él, leyó un mensaje que decía: “Con amor, paciencia, tenacidad y perseverancia, todo se puede superar”. Después de todo esto, una puerta salió de la nada y se abrió. Se dio cuenta que era el momento de despedirse y eso le hizo sentir un poco de tristeza, pues había sido feliz en todo el tiempo que había estado en la aldea, porque estaba tan rodeada de tanto afecto, como el que los padres profesan por sus hijos. Ana se asomó cuidadosamente y con asombro vio que era el salón de su casa. Se vio a sí misma sentada en el sillón frente al ordenador,  y a su lado, su pequeño Luis que jugaba con un cochecito, arrastrándolo sobre el suelo hacia adelante y hacia atrás. El niño detuvo su juego, se levantó y tomó el brazo de su madre, sacudiéndola suavemente mientras la llamaba “mamá, mamá”.

Ana despertó exaltada, llevaba mucho tiempo dormida. Quiso recordar aquel sueño por unos instantes, que le hicieron llegar a una extraña conclusión, algo loca. Se había puesto en el lugar de su hijo, deduciendo que había aprendido que él interpretaba el mundo de otra manera y que aprendía a moverse por él de forma distinta a los demás,  que debía guiarle igual que lo hizo aquella mujer anciana y no de una forma convencional.




Miró el reloj, se acordó que tenía una cita y se acercaba la hora. Subió a Luis a su sillita en la parte trasera del coche y arrancó. Mientras conducía hablaba con su hijo, como acostumbraba a hacerlo, y de vez en cuando lo miraba a través del retrovisor buscando una respuesta; siempre era así y siempre recibía un silencio que le hacía sentir que estaba sola. Sus ojos se llenaron de lágrimas y nostalgia al revivir esa parte del sueño en el que su pequeño la llamaba; deseaba tanto que fuera real. De repente, de la parte trasera de su coche, escuchó una suave vocecilla repitiendo un par de veces “mamá, mamá”. Pensó que alucinaba, pero giró la cabeza y vio a Luis sonriendo, señalando el cristal de la ventana y diciendo una vez más “mamá”. Ana lloró de alegría, por fin su hijo había dicho su primera palabra.


Quiero agradecer a mi gran amiga y excelente artista de Argentina, Cecilia Rodríguez, por haberse sensibilizado con esta historia y hacerla más bonita con sus dibujos. ¡Gracias por tu arte!

Licencia de Creative Commons
El mundo al que empuja el silencio by Catalina Hernández Ardila is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en http://bitacoradeandromeda.blogspot.com.es/2012/09/el-mundo-al-que-empuja-el-silencio.html.